PUBLICADO EN «EL PAÍS» EL 30 DE NOVIEMBRE DE 2020
La presentación por la Real Academia Española de las novedades léxicas que añade cada año a su Diccionario de la lengua española (DLE) se ha convertido en un interesante espectáculo cultural, social, político y mediático. El estruendo que produce está empezando a recordar las algarabías del sorteo de la lotería de Navidad. Se escudriñan las listas de palabras nuevas como quien busca algún premio mayor y se celebran los aciertos con el regocijo de quien sabía que, tarde o temprano, su palabra favorita ocuparía su diminuto espacio en el olimpo del léxico. También es tiempo de decepciones y, naturalmente, de críticas a la RAE por incorporar al DLE palabras que no se usan o que nadie conoce, dejando atrás otras cuya notoriedad y merecimientos son evidentes.
Los comentaristas más divertidos son los que se empeñan en atribuir a la Academia lo que no ha dicho en modo alguno. También, los que aprovechan estos riegos anuales de vocablos para recordar agravios perpetrados por la Academia. He oído en una televisión que la Academia, en la entrada macho del DLE, atribuye esta condición al hombre y después al mulo, lo que debe considerarse una grave ofensa, argumenta el crítico. Y en la entrada hembra hace de esta palabra sinónima de mujer, lo que denota el machismo de los redactores de la obra académica. Pero la lectura correcta del Diccionario no es, ni de lejos, esa: lo que dice es que en el uso común de nuestra lengua la primera palabra se sigue usando frecuentemente para referirse a un hombre y, también, en algunas zonas y ambientes, a un mulo. No está sugiriendo que los hombres y los mulos no sean distinguibles. También está claro que muchas personas que han utilizado alguna vez la palabra hembra, para referirse a una mujer, no lo han hecho de modo despreciativo y machista. No es un vocablo hermoso, pero se usa ampliamente, y eso es lo que el Diccionario verifica.
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